Tres largos minutos

Duque de Wellington, 8:57 a.m., semáforo en rojo. Con un niño a cada lado, aguardo pacientemente a que el dichoso disco cambie de color para, después de tres largos minutos, atravesar la carretera y llegar al cole.

Mientras tanto, se puede ver cómo hay abuelas y abuelos que, a duras penas consiguen que sus nietos les den la mano, cruzan en rojo entre miradas escurridizas a uno y otro lado. Como si las miradas pudieran detener a los vehículos que circulan a 50 km/h.

En ese mismo paso de peatones y en esos mismos tres largos minutos, uno observa cómo padres y madres que no despegan su mirada del Smartphone, con una estela de niños detrás, atraviesan los cuatro carriles con el semáforo en rojo.

También se pueden ver a adultos que se dirigen al centro comercial, con una mano ocupada llevando el carrito de la compra y con la otra sujetando el teléfono a la oreja contraria, pasan del semáforo. Es igual que el supermercado no tenga aún abiertos sus comercios. Hay prisa por llegar a ningún sitio.

Uno trata de entender, en esos tres largos minutos, por qué carajo hay niños medio dormidos, con mochilas de tres kilos a la espalda, atravesando las vías del tranvía cuando no deben – entre los timbrazos que emite el gusano verde y, por supuesto, pasando la carretera de cuatro carriles con el semáforo en rojo.

Y digo yo, ¿cuál es la función que cumplen los semáforos? ¿Qué argumentos puedo utilizar con mis hijos para que sigan perteneciendo a sector minoritario de la sociedad que los respeta? ¿Por qué las y los policías municipales que merodean las entradas de los colegios de nuestra ciudad no aperciben – siquiera verbalmente – a quienes pasan olímpicamente de ellos? Y, por último, ¿han ido alguna vez caminando por la calle los responsables de la regulación semafórica de nuestra ciudad? Porque mira que son largos los tres minutos…



(Publicado el 15 de noviembre en Diario Noticias de Álava)

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